Gestión en Altea

Altea, cuyos orígenes se remontaban a tiempos antiguos, cuando sus calles estaban protegidas por altas murallas y un majestuoso castillo se alzaba imponente sobre el paisaje. Desde lo alto de sus torres, los antiguos habitantes contemplaban con orgullo su tierra, sintiendo que la historia y la grandeza los abrazaban.

No obstante, con el paso del tiempo, Altea se transformó en un crisol de crecimiento urbano, y las antiguas murallas se desvanecieron ante la expansión del pueblo. Apenas quedaban vestigios de aquel pasado glorioso, pero en el corazón de sus habitantes perduraba el amor por la tierra que los vio nacer.

Cerca de Altea, en el histórico barrio de Altea la Vella, una historia similar se repetía. Allí, las piedras de un pequeño castillo conocido como el Castellet habían sido testigos mudos del devenir del tiempo. Sus muros ya no se alzaban altivos, pero el recuerdo de sus antiguos días de esplendor resonaba en el viento, susurrando al oído de quienes paseaban por sus calles empedradas.

A pesar de las pérdidas, Altea atesoraba un legado invaluable en su patrimonio artístico. Entre las joyas de la corona se encontraba la imponente iglesia de la Mare de Déu del Consol, una obra maestra de la arquitectura con una cúpula cubierta de cerámica azul y blanca. Su belleza era tal que se había convertido en la postal más querida y representativa de toda la región de la Marina.

El orgullo de la tradición y la historia llenaba el Cassal Fester de Moros y Cristianos, ubicado en el primer piso de la casa de cultura. En este lugar, se celebraban festividades ancestrales, donde la memoria de las batallas y la convivencia entre culturas resonaban en cada rincón.

Al caminar por las estrechas calles adoquinadas de Altea, los visitantes quedaban maravillados ante la majestuosidad de la torre de Bellaguarda. Construida en el siglo XVI como una torre de vigilancia, había sido restaurada con esmero para conservar su esencia histórica. Desde lo alto, la torre continuaba vigilante, protegiendo el alma del pueblo.

Otra joya arquitectónica era la torre Galera, de planta circular y también utilizada como torre de vigilancia en tiempos remotos. Afortunadamente, esta torre había sido rescatada del olvido gracias a personas apasionadas por su preservación, quienes trabajaban incansablemente para mantener viva la memoria de su pasado.

Altea no solo era un tesoro arquitectónico, sino que también resguardaba tesoros culturales y artísticos. Los museos Kritikian de Ciencias Naturales, Navarro Ramón y Rocafort (Museo del automóvil) ofrecían a los visitantes una oportunidad única de viajar en el tiempo y explorar la rica herencia artística y científica del lugar.

El Palau d'Arts d'Altea, un lugar mágico y único, era como un rincón sagrado de la música étnica. Allí, los sonidos de diferentes tradiciones se fundían en una sinfonía de armonía, celebrando la diversidad cultural y mostrando cómo la música podía unir a las personas más allá de las fronteras.

Para los apasionados del arte, el Campus de Bellas Artes de la Universidad Miguel Hernández era un espacio de creatividad e inspiración. En sus aulas, los talentos emergentes encontraban el camino para expresar sus emociones y visiones a través del arte, enriqueciendo la cultura del pueblo con cada pincelada y nota musical.

Pero Altea no solo cautivaba por su patrimonio artístico e histórico, sino que también se destacaba por la belleza de su naturaleza. La Illeta d'Altea, una pequeña isla situada a escasos metros de la playa de l'Olla, era un refugio para una población estable de fardatxos, pequeñas aves que llenaban el ambiente con su encantador canto.

Y como si fuera sacada de un cuento, la Illot d'Altea, una impresionante isla rocosa, despertaba la curiosidad de aventureros y buceadores. A través de su túnel submarino, aquellos valientes exploradores se sumergían en sus aguas para cruzar de un lado a otro, descubriendo un mundo misterioso y lleno de belleza.

En cada rincón del término municipal de Altea, la naturaleza y la espiritualidad se entrelazaban en las ermitas que salpicaban el paisaje. Desde la ermita de Sant Roc hasta la de Sant Isidre, estos lugares sagrados ofrecían una experiencia de conexión con lo divino y un tranquilo paseo por los senderos de la vida.

Altea era un pueblo donde el pasado y el presente se entrelazaban con armonía. Aunque las huellas de su historia se hubieran difuminado en parte debido al crecimiento urbano, el patrimonio artístico que todavía perduraba era una ventana al pasado que los habitantes del pueblo valoraban y protegían con gran aprecio. La belleza de sus rincones naturales y la calidez de su gente llenaban cada rincón de Altea de un encanto único, convirtiéndolo en un lugar mágico que invitaba a descubrir la esencia de la historia y la cultura que lo había forjado.