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A medida que continuaba mi caminata por las calles adoquinadas de Castalla, me sumergía aún más en la atmósfera de este encantador pueblo. Los imponentes edificios nobiliarios, con su magnificencia arquitectónica, evocaban un pasado esplendoroso y parecían susurrar secretos guardados a lo largo de los siglos. Mi imaginación volaba y me veía transportado a una época de elegancia, sofisticación y vida aristocrática.
Al llegar al imponente Castillo, mi asombro se hizo palpable ante la majestuosidad de la "Torre Grossa" o Torre del Homenaje. Sus antiguas piedras, testigos silenciosos del paso del tiempo, parecían custodiar historias centenarias. Al adentrarme en el patio de armas, las imponentes murallas almenadas me sumieron en una fantasía medieval de caballeros y damas. Y al encontrarme frente a la sublime "Torre Prima" en el conjunto del "Palacio", quedé sin aliento ante su elegancia atemporal, sintiéndome insignificante ante la grandeza de su arquitectura abovedada.
Mi siguiente destino fue la Iglesia de la Asunción, un tesoro sacado de un cuadro medieval. La bóveda gótica en su interior me envolvía con su esplendor y me transportaba a una época de devoción y espiritualidad. Cada talla y detalle tallado en piedra contaba la historia de la fe que se había vivido en esos muros a lo largo de los siglos.
Al acercarme al Ayuntamiento, un majestuoso edificio renacentista, sentí que estaba en el epicentro de la vida social y política de la ciudad. La fachada de piedra picada y los arcos en la planta baja evocaban solemnidad y autoridad, como si las decisiones más importantes se hubieran tomado en aquel lugar. Cerré los ojos y me vi transportado a épocas en las que comerciantes y políticos se reunían para forjar el destino de la ciudad.
El Convento de los Franciscanos, aunque de estilo neoclásico, irradiaba una paz espiritual que me reconfortaba el alma. Me intrigaba imaginar la vida de los monjes que una vez habitaron este lugar, dedicados a la contemplación y la oración, creando un ambiente de serenidad y recogimiento.
Al entrar en la Ermita de la Sangre, sentí una calidez reconfortante que me envolvía. Los arcos ogivales y las capillas laterales me sumergieron en un mundo de espiritualidad y devoción. La imponente imagen de la Virgen de la Soledad, patrona de la localidad, despertó en mí un sentimiento de reverencia y gratitud hacia la historia y la fe que se honraban en ese lugar sagrado.
Mi recorrido también me llevó a la Ermita de San Pasqual, un remanso de paz y espiritualidad. Aquí, rodeado de la serenidad del lugar, encontré un espacio para la reflexión y la conexión interior.
Finalmente, visité el Museo del Fester, donde me sumergí en las tradiciones y festividades locales. Admiré las coloridas vestimentas y participé en el espíritu festivo que ha sido parte de la vida del pueblo durante siglos.
Al llegar a la Casa Real, la emoción embargó mi corazón. Tocar la historia con mis propias manos me hizo sentir humilde y asombrado. La tradición de que el mismísimo Jaime I se hospedó aquí agregó un toque mágico a la experiencia, mientras caminaba por los mismos pasillos por los que una vez transitó un rey.
Con el corazón lleno de gratitud y asombro, me despedí de Castalla. Esta experiencia enriquecedora dejó en mí una profunda apreciación por el valor de la historia y la belleza arquitectónica. Sin duda, este lugar mágico quedará grabado en mi memoria para siempre, y siempre recordaré la sensación de haber viajado en el tiempo mientras recorría las calles de Castalla.
